La nueva entrega de “Black Panther” es un buen espectáculo y un emotivo homenaje a Chadwick Boseman, pero le habría ido bien contar menos cosas y en menos tiempo
La primera “Black Panther” era una de las películas más singulares de Marvel. Entre sus defectos, la difícil convivencia entre espectáculo y reflexión, su tendencia a la ampulosidad incluso cuando la historia no lo requería y la sensación que estaba más pendiente de los grandes discursos que de la atención a los detalles. Entre sus logros, la construcción de un mundo propio que conseguía formar parte de un universo expandido sin grandes claudicaciones, la introducción de un antagonista muy creíble y con unas motivaciones muy bien razonadas, y su misma conversión en icono cultural que ha proyectado las denuncias de una comunidad al mundo. Precisamente esto último se ha acabado convirtiendo en un arma de doble filo en su secuela, “Wakanda Forever”. Como sus responsables, con el director Ryan Coogler al frente, saben que será leída en clave simbólica, se prestan a convertir cada diálogo en un discurso que se ajuste. A ratos, la apuesta es funcional porque los cómicos ya tenían esta vocación de denuncia y reafirmación, pero en otros alarga los nudos dramáticos hasta el infinito. Por otra parte, estaba claro que la prematura y triste muerte de Chadwick Boseman marcaría la narrativa de la película y hay que reconocer que les sale una despedida delicada, emotiva y necesaria. Ahora bien, tanto en un frente como en otro está la esencia del gran problema de esta segunda entrega: podría explicar menos cosas y con menos tiempo, y la repetición de algunos errores (el principal de todos ellos, la suma de tonos y registros que no encuentran nunca una armonía) desluce sus innegables virtudes.
Asumido que “Wakanda Forever” podría ser más corta y menos discursiva, vale la pena fijarse en los aspectos que sí que funcionan, que no son pocos. El que más, seguramente, que Coogler continúa otorgándole al mundo que retrata una identidad muy nítida que transciende el relato expansivo de Marvel, y esto vale tanto por Wakanda como por el pueblo submarino liderado por Namor. Este último sintetiza el principal acierto de esta secuela: dota al personaje de un origen y una idiosincrasia diferentes a las que tiene en las viñetas, pero consigue hacerlo creíble y matizado gracias a un conflicto dramático que encaja a la perfección con el de Shuri, la verdadera protagonista. En este choque de civilizaciones hay una buena continuación de los enunciados de la primera entrega y, al mismo tiempo, una pertinente reflexión sobre la insistencia occidental a fiscalizar, fagocitar o incluso destruir las culturas que no percibe como propias. Precisamente porque este mensaje queda claro en los pequeños detalles o en imágenes muy elocuentes (las escenas de acción aportan unas cuántas) no se acaba de entender que Coogler se haya emperrado en hacerla durar más de dos horas y media. Es, en el fondo, la misma grandilocuencia que en algunos pasajes laminaba la primera película. En cuanto a la otra gran línea argumental, que versa sobre la gestión del luto y la imposibilidad de superar las ausencias, “Wakanda Forever” quizás toma alguna decisión arriesgada (la escena entre los créditos finales, por ejemplo) pero en términos generales sabe erigir la figura de Boseman en un motor narrativo tan eficaz como lleno de sensibilidad. Una buena prueba de ello es que se inserta en la acción sin traicionar los cimientos de la saga y, además, creando un sorprendente efecto espejo con su predecesora, que ya hablaba mucho del legado, de la pérdida y de sus repercusiones emocionales. No es la mejor película de Marvel pero tampoco el desastre que se ha pregonado.
