Dentro del lamentable panteón de asesinos en serie que han dado los Estados Unidos, el nombre de Jeffrey Dahmer ocupa un lugar notable en el imaginario colectivo. Solo por el número de víctimas, diecisiete, ya se merece una posición destacada en la historia de la infamia. Pero el hecho que practicara canibalismo y necrofilia con sus víctimas, que guardara partes de los cuerpos de los desventurados que se cruzaron en su camino, y que respondiera con frialdad glacial a las preguntas de fiscales o periodistas, lo convirtieron en un icono que ha fascinado ya a más de una generación.
Desde que se le detuvo, a principios de los 90, su biografía ha sido contada múltiples veces en cinco películas y una quincena de programas televisivos. Aun así, Netflix ha considerado que aún había ángulos por explorar en el personaje y le ha encargado a Ryan Murphy que ofrezca su visión sobre el hombre a quien se acabó conociendo como El carnicero de Milwaukee. El resultado es Dahmer, una serie angustiosa y atmosférica, donde se aprovecha el gancho de hablar sobre esta siniestra celebridad para denunciar algunos fallos del sistema que le permitieron operar, y dejar un gran reguero de muertes, habiéndolo podido atrapar mucho antes.
Murphy ha sentido siempre una fascinación por las piezas que no encajan y por los descastados. Se puede ver en American Horror Story y algunos de los freaks que retrata. Pero también en American Crime Story, cuando hace que el espectador acompañe al asesino de Gianni Versace para mostrar el peso de la homofobia en el ambiente. Es lo que pasa también en Dahmer: el público acaba con el convencimiento que los prejuicios sexuales, y también raciales, favorecieron que la policía se inhibiera a la hora de investigar los numerosos indicios que señalaban a aquel joven rubio de mirada ausente como a alguien turbio y con potencial homicida.
Pero la maniobra más arriesgada que asume el creador de la serie es intentar explicar el porqué de la conducta terrible del protagonista. Y, claro está, el peligro es que mostrar toda una serie de factores sociales y familiares acabe pareciendo una disculpa, un intento de eludir la responsabilidad individual para considerar que Dahmer es solo un producto del sistema. La serie llega con la polémica de tener en contra a algunos de los familiares de víctimas, descontentos con el retrato que se ofrece, tanto del asesino como de quienes lo sufrieron. Pero el tono dominante no es el de la disculpa o el de la justificación por la vía de conocer su infierno interior, sino el de la denuncia de la pasividad policial y judicial. Y esto va a favor de las víctimas. Incluso aunque se insinúe que Dahmer, diagnosticado de trastorno límite de personalidad entre otras afecciones, fue también víctima de un entorno hostil, sea con las burlas en la escuela, la incapacidad de encajar o el sentimiento profundo de abandono empezando por el de la propia madre.

Todo esto se explica con más truculencia psicológica que visual. Es decir, la serie no se regodea en mostrar los procedimientos a los que sometía a los cuerpos de sus víctimas, aunque tampoco se ahorre algún momento difícilmente tolerable para los estómagos más sensibles. Si la serie destaca por algo es, sobre todo, por la capacidad de cargar las escenas –generalmente largas– de mucha tensión: es la manera de mostrar en pantalla la lucha feroz de Dahmer contra sus pulsiones más destructivas. El capítulo dedicado a Anthony Hughes, un chico sordo con quien tuvo una relación, es especialmente brillante por el uso del sonido, que queda amortiguado cuando el balance de la escena se decanta hacia el joven que camina hacia su muerte. El efecto sensorial es contundente y transmite angustia instantánea.
El título completo de Dahmer es, en realidad, Monster: The Jeffrey Dahmer Story. El hecho que hablen en términos de monstruo sugiere que Murphy intuía que lo criticarían por aprovecharse de la infamia del asesino. Y no les falta parte de razón a los que han estado menos benévolos con la serie: la fama del personaje se ha disparado tanto que sus icónicas gafas cotizaban a 150.000 dólares en el mercado de la memorabilia. Pero, aprensiones a un lado, la serie de Netflix es un producto muy bien elaborado, con discurso propio. Eso sí, como acostumbra a pasar el espectador tiene que rebajar sus pretensiones de rigor histórico –ya hay documentales sobre el caso– en favor de una historia coherente, concentrada, y con mirada propia.

Debates éticos al margen, hay una coincidencia casi universal: el acierto de la plataforma al proponerle el papel protagonista a Evan Peters, a quien se le ha podido ver haciendo de detective forastero en Mare of Easttown, interpretación por la que ganó un Emmy. Acompañado por veteranos como Richard Jenkins o Molly Ringwald, las escenas familiares son uno de los puntales de esta serie, que ofrece una mirada pesimista sobre la capacidad de la sociedad de dar la espalda a quien necesita evidente ayuda. O protegerse de sí mismo.
