La nueva versión del personaje es un desastre sin paliativos a pesar de contar con un gran director como Robert Zemeckis
Si una cosa distingue a la inmensa mayoría de relecturas en imagen “real” (un concepto equívoco, puesto que justamente lo confían todo a un CGI muy discutible) de los clásicos de Disney es su alarmante falta de alma. Todas ellas parten de historias maravillosas, fundamentales para entender muchas cosas de la narrativa clásica, pero en cambio se vuelven asépticas y torpes por la insistencia en contarlas sin una identidad propia. Llega a parecer que los responsables de estas películas se creen que el poder iconográfico de la trama y los personajes ya es suficiente, y se limitan a un lavado de cara que no hace otra cosa que cargarse toda credibilidad dramática. Mira que ha habido nuevas versiones flojas y mediocres, pero con “Pinocho” han tocado fondo.
Es un caso particularmente doloroso, ya que está dirigida por Robert Zemeckis, cuenta con un gran actor como Tom Hanks y dispone de profesionales tan solventes como el compositor Alan Silvestri. Pero pocas veces se ha visto una suma de talentos tan inoperante, tan incapaz de salvar los muebles. Después de un arranque en que Zemeckis y su equipo parecen querer jugar a cierto metalenguaje y modernizar algunos aspectos del cuento (nada, son cinco minutos, pero lo parece) lo que viene después es un desastre sin paliativos en el que la técnica fagocita las emociones y la evolución de los personajes es cualquier cosa menos tangible. Es como un libro ilustrado mal coloreado en el que todo lo que acontece es una mala digestión de conceptos que nunca se tendrían que haber mostrado de este modo. Los “remakes” de Disney no solo malogran el legado de la compañía, sino que dilapidan la percepción de unas narraciones que merecen mucho más respeto.

Las disfunciones de “Pinocho” se manifiestan a todos los niveles. El primero, esta obsesión por creer que la tecnología suple toda carencia de un guion escrito con el piloto automático. Sí, el despliegue visual es (o quiere ser) espectacular, pero no evita que sea una película fea, arrítmica y llena de momentos en los que los personajes se mueven por el plano sin generar ningún tipo de impacto dramático. Después está el desperdicio casi agresivo de todas y cada una de las ideas del relato original. Un buen ejemplo de ello es la escena del parque de atracciones, que era terrorífica en la versión de 1940 y aquí está filmada con una falta de atmósfera realmente desarmante. Nunca llegas a sufrir por el protagonista porque su tránsito no tiene la suficiente entidad como para que esperes una salvación; lo ves diciendo que quiere ser un niño de verdad y clamar por su lugar en el mundo, pero nunca te lo crees lo bastante como para acompañarlo en su aventura. Por más que Zemeckis hable de magia, esta brilla por su ausencia. En una era de simulacros y mundos virtuales, una relectura de “Pinocho” no era una mala idea porque al fin y al cabo siempre ha sido una excelente metáfora de la búsqueda de la humanidad en un mundo aparente, intolerante e inhóspito. Pero esta película acaba convirtiéndose en la versión siniestra de su propio protagonista: va desesperadamente a la búsqueda de un corazón, pero nunca lo encuentra y ni siquiera parece saber para qué sirve. A estas alturas Disney ya se tendría que haber dado cuenta de que algo no haces bien cuando todos tus “remakes” hacen añorar el original.
