La nueva película del autor de “Sinister” es una sugerente fábula sobre el fin de la inocencia y la conciencia que los monstruos existen

Scott Derrickson debutó con “Hellraiser: Inferno”, que no es la peor de las secuelas de la saga, y después dirigió aquel “remake” de “Ultimátum a la Tierra” que ya no recuerda nadie. Con “El exorcismo de Emily Rose” tuvimos un primer indicio serio de su talento y de su habilidad para dar la vuelta a las premisas clásicas del cine de terror. Pero es “Sinister” la película que lo sitúa definitivamente en el foco. El film es un estremecedor viaje por las texturas del género, una subversión de su punto de vista y una demostración de cómo sacar partido de lo que hay de inquietante en nuestros espacios domésticos. Después de este film Derrickson ya no se ha librado de su estilo, articulado a partir de atmósferas malsanas, mundos ocultos y perspectivas insólitas. Lo hizo en “Doctor Strange”, seguramente uno de los títulos más de autor de Marvel; con “Líbranos del mal”, un retorno a las posesiones demoníacas con aires de “Seven”; y ahora con “The Black Phone”, una de las obras más singulares que ha dado últimamente el género.

Es, en apariencia, un nuevo híbrido muy propio del director de thriller de psicópata, relato de fantasmas y crónica generacional. Narra la historia de un misterioso asesino que secuestra adolescentes a finales de los 70 y de la angustiosa aventura de uno de ellos para escapar de la madriguera de la bestia. Tendrá una ayuda inesperada, la de las anteriores víctimas, que se comunican con él a través de un teléfono estropeado del sótano donde lo han recluido. Pero “The Black Phone” transciende todos sus enunciados convirtiéndose en una espléndida ruptura de las reglas del juego, haciendo dialogar diferentes narrativas y envolviendo al espectador en una reflexión sobre el fin de la inocencia, la constatación que los monstruos existen y las grietas del camino que va de la infancia a la vida adulta.

Derrickson se la juega mucho, porque cualquier película que quiere explicar tantas cosas corre el riesgo de dispersarse. Pero consigue no hacerlo porque mira con respeto a sus referentes y a su vez sabe llevarlos a terrenos poco explorados. Así, “The Black Phone” tiene ecos de obras como “Stir of echoes” de Richard Matheson (muy bien llevada al cine, por cierto, en “El último escalón”) o la propia “Sinister”, con la que comparte el gusto por jugar con la forma como parte indisoluble del fondo. Un ejemplo: la deslumbrante escena en la que un flashback acaba resultando ser un sueño premonitorio y, también, la explicación lógica de la comunicación espectral. Pero su verdadera victoria es esta sensación que va más allá de sus propios códigos y se adentra en un lenguaje nuevo donde ideas irreconciliables encuentran un punto de armonía.

‘The Black Phone’.

Solo hay que ver cómo convierte los pequeños detalles de puesta en escena (el cinturón, la máscara, el teléfono) en la máxima expresión del relato, o cómo trabaja con una inusual sensibilidad el concepto del miedo: el que tenemos cuando nos hacemos mayores, sí, pero también el que tenemos los adultos cuando se manifiestan las posibilidades ilimitadas de la mirada infantil. En este sentido, la clave de la función es que transmite una emoción genuina y nada forzada, manifiesta en la relación entre estos dos maravillosos hermanos protagonistas que vendrían a resumir los conflictos inherentes a los saltos a la madurez. También es un ejercicio de suspense y terror muy eficaz, con escenas para el recuerdo (el gran Ethan Hawke contribuye decisivamente) y sustos muy bien calculados. Hay quién lo verá un defecto, pero uno de los grandes aciertos de “The Black Phone” es que no se toma la molestia de dar todas las respuestas ni de construir una mitología susceptible de expandirse. Es tan sencilla como funcional, como un episodio especial de “La dimensión desconocida.”

Pep Prieto
Pep Prieto. Periodista y escritor. Crítico de series en ‘El Món a RAC1’ y en el programa ‘Àrtic’ de Betevé. Autor del ensayo ‘Al filo del mañana’, sobre cine de viajes en el tiempo, y de ‘Poder absoluto’, sobre cine y política.