En 1995, Wayne Wang y Paul Auster se divirtieron haciendo una película llamada Smoke. Ya el título evocaba el saludable carácter vaporoso de las conversaciones, capaces de ir allí donde soplara el viento. Mientras la rodaban, dejaban las cámaras encendidas al final de las escenas, de forma que los actores seguían dentro del personaje, improvisando diálogos por el puro placer de hacerlo. El resultado fue una segunda película todavía más inconcreta y gaseosa: Blue in the face, en referencia a charlar y charlar hasta que la cara empieza a cambiar de color, de pura asfixia. Una actitud similar a aquella delicia filmada es la que Andreu Buenafuente y Berto Romero ponen en práctica, desde hace ya nueve temporadas, en Nadie sabe nada, que inicia ahora una nueva etapa en HBO Max.
El programa de radio ya se podía ver en YouTube, filmado a la brava, pero el fichaje por la plataforma hace que, por fin, este espacio de improvisación pueda dotarse de una escenografía (y unos recursos televisivos) a la altura. Más cámaras, mejor calidad de imagen, más capacidad de moverse entre el público, un fondo más bonito que los paneles insonorizadores del estudio de radio… El salto es un programa que se puede ver en pantalla sin recordar su dualidad radiofónica.
La nueva etapa, por lo tanto, solo suma y mantiene intacta la fórmula: hablar sin destino prefijado, con el ánimo de hacer y hacerse reir. Sacar adelante nueve años un programa sin guion solo está al alcance de personas muy compenetradas la una con la otra, como es el caso de Buenafuente y Romero, o de Romero y Buenafuente. A pesar de que el estilo humorístico de cada uno es diferente, juntos hacen buena pareja porque los dos son buenos frontones de las ocurrencias del compañero. De saque, Buenafuente asumía el rol del payaso serio, ese que si las suelta (y las suelta) lo hace con el rostro imperturbable. Es un papel que tiene muy curtido tras hacer, durante años, de conductor de late shows y, por lo tanto, de ir administrando los diferentes colaboradores alocados que van desfilando por el programa, mientras él se hace el escandalizado. Romero es más clown, más imprevisible. Su humor ha digerido a la perfección una tradición española que va de Mortadelo y Filemón a Faemino y Cansado, en un mundo en el que los referentes americanos han acabado eclipsando los valores más locales.

A partir de aquí, lo que hay es un tono, una sensibilidad y un oficio. La improvisación mal entendida puede despeñarse fácilmente por el primer acantilado, si no hay nadie al volante que sea capaz de mantener cierto rumbo. Nadie sabe nada evita este riesgo, porque las horas y horas ante micrófonos y cámaras de los dos –el oficio– hace que el espectador sepa que quizás no llegará a ninguna parte en concreto, pero que el trayecto será entretenido –el tono– y con algún paisaje imprevisto a la vuelta de la esquina –la sensibilidad–. En este sentido, es uno de los formatos de humor más puro en cuanto que no intenta hacer sátira política, ni discurso confrontacional sobre los límites del humor. El programa ofrece, precisamente, la opción de desconectar del rum rum constante de la actualidad para dejarse llevar por el humor libre, gratuito en el mejor sentido del término, presentado con sumo cuidado desde el punto de vista formal. Porque, a pesar de que el show sea una improvisación, el nivel léxico y la riqueza a la hora de explicar situaciones son lo que separa Nadie sabe nada de la pléyade de iniciativas que se escudan en el hecho de improvisar por no asumir que el material presentado no es especialmente bueno. En el primer capítulo, Romero habla de haber recibido un golpe vez «en la testuz». Es solo un simple ejemplo de cómo la palabra adecuada da cuerpo y matiz.
Esta etapa televisada del Nadie sabe nada resulta también interesante desde un punto de vista del posicionamiento de las plataformas, porque se trata del primer movimiento de HBO Max en España para ampliar su perímetro. Si hasta ahora el catálogo estaba circunscrito a series, películas, especiales de comedia y documentales, ahora se añade el primer programa de entretenimiento. Que lo haga con un formato de prestigio, con la autoría de Buenafuente y Romero detrás, acaba resultando toda una declaración de intenciones, allá donde otros han hecho apuestas más populistas, o próximas a los realities de la televisión convencional.
Al final, tras Nadie sabe nada hay una defensa de la autoría, que es una de las marcas de la casa de HBO. El programa, a lo largo de nueve años, ha ido creando su propio universo. Un día Buenafuente se equivocó y dijo Samanté en vez de Namasté y, desde entonces, es una de las múltiples bromas recurrentes del show. Igual pasa con las respectivas familias de ambos humoristas: a base de compartir pequeñas vivencias cotidianas, se ha creado ya un vínculo de proximidad inevitable. La capa televisiva que han ganado puede ser una buena herramienta para sumar una audiencia global al dúo catalán.
