La nueva entrega de la saga iniciada por “Jurassic Park” es una mutación tan extraña y desigual como algunos de los dinosaurios que la pueblan

Es legítimo que la película te parezca divertida y mala a la vez. De hecho, este equilibrio es el que configura buena parte del cine con el que creces: ¿cuántas veces os ha pasado que recuperáis un film que os parecía fundamental en su día y resulta que el paso del tiempo lo ha vuelto indigerible? No por eso dejas de quererlo pero los recursos que has acumulado para analizarlo te han cambiado y, en consecuencia, ya no lo ves igual. “Jurassic World: Dominion” forma parte de esta categoría, con el “mérito” (las comillas aquí son importantes) de que lo hace a tiempo real. Mientras la ves te entretienes y eventualmente llegas a celebrar algunas de sus ocurrencias, pero el conjunto no resiste una disección en profundidad porque es objetivamente fallida, torpe y holgazana. Como algunos de los dinosaurios que la pueblan (con pretextos narrativos, por cierto, bastante hilarantes), es una mutación dejada de la mano de Dios en un territorio artificial en que sus responsables no tienen ni idea de qué hacer con la criatura ni con sus potencialidades. Va dando bandazos aquí y allá sin orden ni concierto, con diálogos imposibles en contextos impensables, introduciendo buenas ideas (que las tiene, y por eso todavía resulta más desarmante) y matándolas antes de que evolucionen. Quiere contar muchísimas cosas a la vez, porque al final quiere cerrar los arcos narrativos de dos trilogías, pero ninguna de ellas se armoniza porque a medida que avanza se olvida de construir un verdadero conflicto dramático. Al principio, vemos a los personajes en diferentes puntos del mundo queriendo resolver problemas supuestamente muy graves, pero cuando finalmente confluyen en un mismo lugar te das cuenta de que su encuentro era el único motor real de tanta agitación. Lo que han venido a hacer es lo de menos.

Otro de los problemas esenciales de “Jurassic World: Dominion” es que su entrega inmediatamente anterior, “El reino caído”, salía airosa de una apuesta osada sin traicionar el espíritu fundacional de la saga. Allí había dinosaurios en una mansión, conspiraciones familiares con clonación incluida y subastas de bestias capaces de asesinatos selectivos. Pero funcionaba. “Dominion”, en cambio, no encuentra nunca el tono porque el director Colin Trevorrow ha decidido convertirla en lo más parecido a las fotos mal recortadas de una vieja carpeta de instituto. Lo mejor que se puede hacer es dejarse los prejuicios en casa y vivirla como la película mala (pero que aplaudías igual) de un programa doble de infancia. De hecho, cuando vale la pena es cuando más loca se vuelve.

‘Jurassic World: Dominion’.

Un claro ejemplo de esta tendencia es el episodio situado en Malta, talmente una resurrección del James Bond de Roger Moore. No entra ni con calzador, incluso llega a parecerte que ves otro film, ¡pero qué profundamente delirante y desacomplejado es! O la escena con algunos de los protagonistas en unas grutas, un “revival” de las “monster movies” de los años 50 y sus trucajes jugando con las sombras y la perspectiva. Como era de prever, lo mejor de todo acaba siendo el retorno de Sam Neill, Laura Dern y Jeff Goldblum, que ponen cara de broma privada y captan infinitamente mejor que el mismo Trevorrow el espíritu de lo que tendría que ser la película. Si lo que pretendía el cineasta era convertir “Jurassic Park III” (que hasta ahora ostentaba el título de la más floja de la primera trilogía) en un prodigio de inventiva, misión cumplida. Pero lo que de verdad sabe mal es que “Dominion” constata la extinción del código genético de la primera “Jurassic Park”: eso que se denomina sentido de la maravilla y que es lo que acaba determinando el alma (y la calidad) de una película como esta.

Pep Prieto
Pep Prieto. Periodista y escritor. Crítico de series en ‘El Món a RAC1’ y en el programa ‘Àrtic’ de Betevé. Autor del ensayo ‘Al filo del mañana’, sobre cine de viajes en el tiempo, y de ‘Poder absoluto’, sobre cine y política.