La primera temporada de ‘Euphoria’ fue una revelación polarizante: la crítica no se ponía de acuerdo sobre si tras aquella puesta en escena estéticamente poderosa y absorbente había sustancia o tan solo un mero ejercicio de exhibicionismo. Pero la covid decantó la balanza. Como las grabaciones se tuvieron que interrumpir durante un año, para mantener la serie viva los creadores idearon dos episodios de pequeño formato –casi sendos monólogos– que demostraron la fuerza dramática que Sam Levinson era capaz de concitar en la pantalla, incluso renunciando a sus habituales vaivenes de cámara y filigranas luminotécnicas.

Ahora, el retorno de este drama adolescente se beneficia enormemente de aquellos dos episodios, que engordaron considerablemente el bagaje como personajes de las dos principales protagonistas: Rue (interpretada por Zendaya) y Jules (Hunter Schafer). El primer episodio de la segunda temporada las muestra a la deriva, buscándose en una muy caótica y concurrida fiesta de fin de año. Bañadas en luces de colores y bajo una música envolvente, Levinson puede ofrecer un retrato expresionista mudo sabiendo que la mochila que arrastran ambos personajes se ha compartido ya con el espectador, de forma que la empatía se produce de manera intensa y automática.

La idea detrás de ‘Euphoria’ es mostrar la cara más dura de los conflictos que viven la llamada generación Z, nacida ya en los albores del siglo XXI. Las drogas, el sexo y la violencia tienen un papel destacado. Más aún: hiperbólico. Las situaciones que se narran son casi todas extremas. En el debut de la nueva hornada de episodios, conocemos la historia de infancia del camello Fez. Criado con su abuela, también narcotraficante, la mujer llega un día a casa con un bebé de meses. Lo han dejado como fianza de un pago. Y no lo vienen nunca a buscar. El bebé, ni que decir tiene, acabará envuelto en la distribución de drogas ya en la preadolescencia. También en el sexo las apuestas son altas y la serie ha adquirido cierta fama de provocadora, sobre todo por el poco pudor a la hora de mostrar genitales en primer plano, incluyendo una notable colección de miembros en erección.

Quienes la acusan de tener un guion deshilachado tienen parte de razón. A excepción de los dos episodios sueltos que se pudieron ver hace un año, aquí no hay grandes diálogos relevantes. A menudo, de hecho, transmiten el vacío de los personajes o, para ser precisos, la incapacidad de articular un relato coherente sobre lo que les pasa y lo que sienten. Pero en cambio la serie sobresale al transmitir estos estados de ánimos. Su apuesta, muy sensorial, la aleja en este sentido del común de las series, donde el guion es el rey, para adentrarse más en el cine, entendido como sinfonía de imágenes en el tiempo. Solo que aquí no es una sinfonía, sino la banda sonora trepidante y sincopada llena de beats disco, pero también clásicos del melodrama sonoro. En el primer episodio llegan a sonar unas veinte canciones, de Billy Swan a 2Pac, de los O’Jays a The Notorious B.I.G.

A pesar de la abundancia de situaciones extremas, la intención del show –según revela el propio equipo– es aportar luz a los adolescentes, mostrándoles que incluso en sus horas más bajas pueden estar acompañados de alguien que está atravesando los mismos apuros. Hay una clara voluntad de comprenderles y por eso, a lo largo de la serie, el público va conociendo la historia previa de cada uno de ellos. No lo hace para descargarlos de responsabilidad individual –la serie llega a ser incluso explícita sobre este punto– pero sí que quiere denunciar la importancia del contexto a la hora de hacer que algunos jóvenes tengan más oportunidades que otros. Moralmente resulta interesante. Al violento Fez le intuimos un fondo de bondad y nobleza, mientras que a la encarnación de la vulnerabilidad que es Rue le descubriremos sus resortes internos más oscuros. Hay todavía puntos de fuga de la tensión y momentos de humor que rozan el slapstick. Pero este giro hacia más oscuridad hace que el título de ‘Euphoria’ acabe resultado irónico.

Quién necesite verosimilitud y realismo, difícilmente se enganchará a la serie en esta segunda temporada que, además, resulta difícil de seguir sin haber visto los episodios anteriores. Pero el espectador que acepte el juego de entrar en un universo visual propio sin hacer muchas preguntas –siguiendo en definitiva lo que Hitchcock recomendaba– seguirá disfrutando de esta montaña rusa emocional y acelerada, que mira a los jóvenes más jóvenes sin paternalismo y, a la vez, con muchísima comprensión.

Àlex Gutiérrez
Àlex Gutiérrez. Periodista especializado en medios de comunicación y audiovisual. Actualmente trabaja en el diario ARA, como jefe de la sección de Media y autor de la columna diaria ‘Pareu Màquines’, donde hace crítica de prensa. En la radio, colabora en ‘El Matí de Catalunya Ràdio’ y en el ‘Irradiador’, de iCatFM. También es profesor en la Universitat Pompeu Fabra. Su capacidad visionaria queda patente en una colección de unos cuantos miles de CDs, perfectamente inútiles en la era de la muerte de los soportes físicos.