¿Dónde han quedado esos tiempos en los que el amor era lo más valioso que teníamos? Cuando amar se convertía en un revuelo de mariposas en el estómago, en un desvivirse por la otra persona, por amarla y respetarla hasta que la muerte nos separe. Cuando no existía nada más excepto él o ella. La modernidad nos ha traído cambios revolucionarios: más tecnología, evolución, conocimiento. Pero se ha olvidado de lo más primario: el amor. Seguimos amando, pero de otra manera. De ahí que cuando vemos ‘West Side Story’ ahora, recreada por el gran Steven Spielberg, nos da la sensación de que ya no somos los mismos. El siglo XXI nos ha traído una cierta deshumanización, un estrés por vivir el aquí y el ahora, por el consumo rápido; por entretenimientos que nos apartan de aquello que antes nos hacía olvidar todo.
Spielberg nos regala un recuerdo. Un recuerdo de lo que un día fuimos. Ver cómo surge el amor entre dos adolescentes, María (Rachel Zegler) y Tony (Ansel Elgort), en la década de los cincuenta, cual Romeo y Julieta, es algo que prácticamente tenemos que rebuscar en la memoria. El amor a primera vista, el deseo; un «te adoro» que ahora nos cuesta hasta pronunciar, porque estamos por otras cosas. La historia de amor que se planta ante nuestros ojos parece formar parte del pasado, cursi para lo «duros» que somos ahora. Esa declaración de amor en la escalera de incendios, esas rodillas clavadas en el suelo mientras se declaran el amor eterno, «para siempre»… quedan lejos de nosotros. El director rescata a dos protagonistas ciegos de amor para recordarnos una de las experiencias más bonitas de la vida. Y para dejarnos claro que aquel que no ha amado a lo largo de su vida, en realidad, no ha vivido.

‘West Side Story’, basada en el montaje original, de 1961, es, en sí misma, una bella coreografía. Bailes inolvidables, al más puro estilo del musical de Broadway, y escenarios genialmente recreados con los recursos de ahora. El ‘I want to live in America’ en medio de las calles de Nueva York es una delicia. Anita (Ariana DeBose) está increíble, con ese fantástico vestido amarillo. Sin olvidar el toque de humor que pone la banda de blancos, los Jets, en la secuencia de la comisaría, cuando se ríen del oficial Krupke. Y las voces… Esa voz de María que te lleva directamente al cielo, y un timbre de Tony capaz de enamorar a cualquiera. Los dos forman un dueto sensacional, a pesar de su diferencia de altura, más que notable, que ya se vio en la película original entre los dos protagonistas. El elenco elegido para la ocasión es una de las mejores decisiones del film, destacando la relación de deseo que mantienen Bernardo (David Alvarez), líder de la banda rival -los Sharks-, y Anita, con la que lloramos cuando la tragedia se hace presente. Incluyendo la aparición de la actriz Rita Moreno, que interpretó a Anita en la película de 1961 y que aquí hace de la latina Valentina -una versión del personaje original, Doc-, y que, curiosamente, protege a los adolescentes blancos.

Si bien hemos olvidado, en parte, lo que significa amar, hay un conflicto que hoy por hoy sigue intacto: el racismo. Lo llevamos mejor que antes, quizás, pero algunos continúan pensando que los latinoamericanos, los marroquíes o cualquier otra etnia que no sea la nuestra nos comen el terreno. Vienen aquí, tienen a sus hijos, «nos quitan» nuestros puestos de trabajo y van absorbiendo lo que antes era nuestro, sólo nuestro. Puede que ahora lo disimulemos un poco más, pero seguimos sin mezclarnos con los que vienen de fuera. Ellos allí y nosotros aquí. No nos enfrentamos con puños y navajas, como en la película, pero tampoco nos hace mucha gracia que en nuestro bloque se instale una familia de Puerto Rico, el país que en la película representa la inmigración que viene a Nueva York a ganarse la vida, a vivir el sueño americano. Si bien hemos cambiado emocionalmente y ahora nos cuesta más creer en el amor eterno, seguimos marcando distancias con aquellos que no tienen los mismos rasgos que nosotros.
