Odio las películas de médicos, soy muy aprensiva y fui de mal humor a ver “El médico de Budapest”, con una cierta aprensión, ya sabéis. Pero de repente, me vi gratamente sorprendida por una película que sí, tiene como protagonista a un médico, pero nos ahorra cosas desagradables porque de lo que habla, utilizando la medicina como medio, es de la vida.
El director húngaro István Szabó (ochenta y tres años) y el actor Klaus-Maria Brandauer (setenta y ocho) han vuelto a unir sus talentos, muchos años después de ganar el Oscar con “Mephisto”, para hacer esta película que nada tiene que ver con el ruidoso cine “videoclipero” con el que tropezamos a menudo.
La película, con argumento, clásica, como las de antes, muestra a un médico de familia, casado con una cantante de ópera, que se niega a quedar descolgado y decide hacer frente a la jubilación reabriendo el consultorio de su padre en su pueblo natal donde, de vuelta, topa en ese entorno con las cosas más diversas. Encajar, es la palabra clave.
Esta situación, tan simple, que plantea “El médico de Budapest” nos brinda la oportunidad de reflexionar sobre el mundo en que vivimos y de hacernos algunas preguntas. ¿Hemos perdido la capacidad de conectar con los demás? Mi sobrino, que acaba de cumplir quince años, me decía el otro día que no le gustaba un médico al que fue porque iba muy deprisa. Y esta es para mí, la clave de la cuestión. ¿Dedicamos suficientemente tiempo a los demás o nos quitamos las cosas de encima?

Y es en este momento, precisamente, en que los oficinistas, los empleados, están en sus puestos de trabajo, públicos o no públicos, revolviendo papeles pero te mandan al cajero automático y se desentienden de la persona que les pide un poco de atención. Las máquinas son útiles, no lo vamos a negar, pero nada como la atención personal que requieren ciertas situaciones. Están las cosas de una manera que a veces te sorprende que alguien sea amable. Por eso conmueve esta historia de un cardiólogo al que le importan sus pacientes, las personas que acuden a él, y hacer las cosas bien hechas. Y aquí llegamos al meollo de la cuestión porque estos veteranos a la altura en que están de su existencia plantean un drama sobre la vejez, no exento de un pícaro humor que nos debe hacer pensar. A los jóvenes también, sí, a esos que creen que no les llegará nunca el turno, es urgente, cuanto antes, porque se advierte en nuestra sociedad una falta de respeto hacia las personas mayores que es totalmente inadmisible. ¿Por qué en lugar de echar a unos para poner a otros, no conjuntamos la experiencia de unos con la frescura de los otros, los recién llegados, los que se quejan de que les taponan el paso? Parece como si no interesara que convivan las distintas generaciones y nos vamos a perder algo muy enriquecedor.

Me llama la atención la falta de respeto de muchos jóvenes que no conocen el significado de la palabra humildad y que disfrazan con soberbia su ignorancia, ese respeto que nosotros, los hijos del babyboom, tuvimos hacia quienes nos precedieron. Cuando en la radio me dieron la oportunidad de trabajar con la legendaria Amanda Camps o de leer mis primeros boletines con José Félix Pons o Joan Lluch, que tenían dicción y voces privilegiadas, lo tomaba como una oportunidad de crecer y así fue tantas veces en adelante, siempre ansiosa de trabajar con los mejores y aprender. La edad no puede ser una soga al cuello.
Aún no es la hora de contar batallitas porque nos queda, me temo, viendo como enfocan el tema de la jubilación en este país, todavía mucho trabajo por hacer. Pero qué bien que una película que por desgracia no dejará grandes cantidades de dinero en la taquilla, me haya hecho discurrir por esos caminos que creo que deberían de transitar más los que organizan las empresas o los políticos que nos organizan la vida. Si es muy fácil, se trata de no perder humanidad y colaborar más entre nosotros, se tenga la edad que se tenga, porque así seguro que seremos todos más felices. Y si se trabaja bien, todo el mundo acaba encontrando su lugar, no hay que mandar a nadie precipitadamente a cuidar del huerto y mucho menos pasar por encima de cadáveres. Y da igual hablar de medicina que de periodismo, dos profesiones que exigen, por encima de todo, vocación.
