La película protagonizada por Bob Odenkirk demuestra que no hay personas grises, sino antihéroes domesticados que al final pierden la paciencia.
Nos gustan las películas en las que protagonistas aparentemente ordinarios hacen un “clic”. Es, para resumirlo, el modelo “Un día de furia”, aquella gran película de Joel Schumacher en la que Michael Douglas exigía que la hamburguesa fuera como la de la foto. O el modelo “Taken”, donde Liam Neeson, aquel hombre con poca maña para con su hija adolescente, acababa apaleando a medio París para salvarla. Sin olvidar la fundamental trilogía de John Wick; la historia de un viudo que arrasa con todo para vengar a su perro. “Nadie”, y el título no puede ser más elocuente, también va un poco en esta línea. Hutch es un hombre gris, mediocre, de los que no te quedarías mirando en la parada del autobús ni en la cola del supermercado. Su mujer solo parece interpelarlo para que saque la basura y sus hijos solo lo reclaman a la hora de comer. Todas las jornadas parecen iguales y todos los caminos llevan al mismo lugar. Pero un buen día, hace un “clic”. Unos acosadores, una mala noche y el hartazgo de todo llevan a Hutch a sacar la bestia que lleva dentro.
“Nadie” se inscribe en realidad en una tradición fílmica que todavía viene de más lejos: las historias de hombres aparentemente vulgares y corrientes a los que se les acaba la paciencia. O quizás es que no hay seres grises, sino antihéroes domesticados que acaban hasta el gorro de todo. La película brilla en su exposición de motivos, con la sucesión de planes idénticos que sirven para describir la triste realidad del protagonista, y también en la evolución dramática, que no se limita a arrancar la máquina para satisfacer aquello que el espectador espera de ella. Dedica una parte considerable de su tiempo a profundizar en los matices del personaje y a crear la atmósfera que haga que ese “clic” sea lo más factible y deseado posible. Y cuando llega ese momento, no decepciona. “Nadie” se vuelve un chasquido impagable de tiroteos y peleas muy bien rodadas y montadas donde no tenemos más remedio que rendirnos a la cruzada de su protagonista. Lo hace con sentido del humor, jugando con los clichés del género y sacando punta a los absurdos de las explosiones de violencia. Se ríe, por ejemplo, de la tendencia al tono operístico de este tipo de películas, y también parodia las historias de segundas oportunidades y familias (re)unidas.

La película no sería lo que es sin Bob Odenkirk. El protagonista de una de las grandes series de los últimos años, “Better Call Saul”, demuestra que también puede reinar en un género donde, según los cánones físicos, podría estar condenado a ser un secundario que muere durante el segundo acto. Se apropia de la función y eleva la historia con la inevitable empatía que despierta porque afronta un papel que nadie le suponía. A su lado, imposible no destacar al gran Christopher Lloyd: el que siempre será el Doc Brown de la saga “Regreso al futuro” se lo pasa en grande, fusil en mano, demostrando que eso de repartir galletas no tiene edad. Al final, “Nadie” va exactamente de eso, de ver rostros improbables haciendo cosas inesperadas. Va de desahogarse con una historia de injusticias que no pueden quedar impunes y de la constatación que cualquier ser, por convencional que parezca, puede tener golpes escondidos y vidas alternativas. Ver a Hutch decidiendo que ya es suficiente nos recuerda que de acuerdo, quizás no somos nadie a ojos de los demás, pero siempre tendremos la ficción para enseñarnos qué pasa cuando se menosprecia el potencial de las personas anónimas.
