El problema de quejarse es que, por muy cargado de razones que uno esté, es fácil acabar resultando una carcoma, un llorica, un pelmazo de narices, en definitiva. Por eso admiramos tanto a quienes son capaces de vivir en el agravio perpetuo y expresarlo de manera talentosa: nos representan y hacen el trabajo sucio, con ingenio afilado, de forma que al resto de mortales nos basta con señalarles y exclamar: “¡Eso, eso!”.
Fran Lebowitz publicó su último libro para adultos en 1981. Desde entonces, a pesar de no superar su bloqueo creativo ante la página en blanco, ha disfrutado de una presencia sino constante, como mínimo regular, en los medios de comunicación. La invitan ya más como personaje que como escritora. O como escritora cuya obra es su personaje: malcarada, aguda, cáustica, ingeniosa… y neoyorquina. Martin Scorsese le ha dedicado una serie documental, ‘Pretend It’s a City’ (‘Supongamos que Nueva York es una ciudad’), que la consagra definitivamente como icono de la ciudad, junto al Empire State Building, los batidos de papaya, las estaciones creepy de metro o el Elmo piojoso de Times Square.

A lo largo de siete episodios, Fran Lebowitz cuenta todo lo que le molesta. Y que, en esencia, se podría resumir en: la gente. Por lo tanto, vivir en una ciudad de 14 millones de almas le da 14 millones de oportunidades de poner en marcha diatribas sobre todo aquello que la agrede. La espina dorsal de la serie son unas conversaciones entre Scorsese –amigo de hace décadas– y ella en The Players, un club teatral situado en Gramercy Park, con acceso exclusivo para socios. El director se inserta en la escena y hace aquello suyo tan característico de arrancar a reír de cero a cien en un milisegundo. Lebowitz cuenta cómo se instaló en la ciudad, en unos tiempos en que Nueva York era francamente salvaje. Cuenta cómo hizo de taxista y que, de vez en cuando, le intentaban dar la propina en porros. Y que eligió este trabajo porque trabajar en un bar significaba forzosamente tenerse que encamar con el encargado, si se quería conseguir un turno laboral.
Uno de los escenarios donde está rodada la serie es la inmensa maqueta de Nueva York que hay en el Queen’s Museum. Es el gran personaje pasivo de ‘Pretend It’s a City’. Lebowitz pasea con aire severo por varias localizaciones que representan tanto la ciudad tradicional como la nueva. A pesar de todos los agravios, Lebowitz deja claro que no viviría en ningún otro lugar, hasta el punto de que llega a reclamar la vuelta del Concorde para poder ir y volver a Los Angeles sin la lata de tener que pasar allí la noche. No estamos lejos, pues, del territorio Woody Allen. Y, de hecho, algunos de los aforismos seguro que el de Brooklyn los podría hacer pasar como propios.

Este relato más o menos libre de su vida se combina con fragmentos de sus actuaciones en teatros o late shows. La rapidez con la que puede responder una pregunta punzante, o la riqueza de sus anécdotas la convierten en una entrevistada agradecida: solo hay que dejarse llevar. Su humor rechina en algún punto, cuando analiza fenómenos más contemporáneos, pero la incorrección política suele envejecer bien, así que el grueso del material de esta septuagenaria puede cautivar todavía a público de todas las edades. Con su melena enmarañada, ropa oscura y gafas severas, tiene un aire de estrella de rock and roll. En muchos sentidos, Lebowitz funciona como una especie de comediante de stand up, solo que ella prefiere disparar su material bien repantigada. Cuando todos los referentes de la escena de los años sesenta y setenta han fallecido –Philip Kaufman, Lenny Bruce, Richard Pryor– ella mantiene todavía aquella actitud de no tolerar ninguna tontería y no pedir permiso ni perdón.
A partir de aquí, la serie puede ser divisiva. Si entras en el personaje, lo escucharías horas y horas, por la agudeza y por ser memoria viva de la Nueva York más insolente. Si no, el esnobismo que supura el conjunto hará difícil acabar el primer capítulo. En todo caso, a pesar de que es una serie filmada y firmada por Scorsese, es ella quien se come el proyecto. Esto hace que, desde el punto de vista formal, no destaque especialmente. Después de haberse gastado lo que no está escrito en la fallida ‘Vinyl’, el director ha preferido ir al formato pequeño, presupuesto ajustado y, sin ninguna exhibición visual, limitarse a capturar el genio (y el mal genio) de una de sus amigas. A veces, una imagen vale más que mil palabras. Pero, otras, mil palabras valen más que un millón de imágenes.
