La segunda temporada de la serie de Disney+ consigue captar la esencia de la trilogía original y abrirla a nuevos horizontes narrativos
“The Mandalorian” se ha convertido ya en un icono televisivo de nuestro tiempo gracias a que funciona a dos niveles. Uno, seguramente el más importante, es que se trataría de una serie excelente aunque no formara parte del imaginario de “Star Wars”. Sí, está llena de guiños a la saga y algunas de sus tramas cobran sentido por su pertenencia a un universo en expansión, pero puede ser vista sin estar iniciado en la materia e igualmente disfrutar de su vocación de western galáctico lleno de hallazgos visuales y rodado con una contagiosa atención al detalle. El otro nivel es que, efectivamente, es una serie de “Star Wars”, y no solo esto, sino que es “Star Wars” en su máxima expresión, con el valor añadido de que sabe captar la esencia de la trilogía original y hacerla evolucionar hacia nuevos y alentadores frentes narrativos. Y aún se puede decir más: la marca “Star Wars” ya no podrá ser analizada sin tener en cuenta las espléndidas aportaciones de “The Mandalorian”, que con toda seguridad será el molde que tomarán como ejemplo las futuras producciones de la saga.

La segunda temporada es, en este sentido, un apasionante viaje hacia este universo de posibilidades. Es capaz de pasar de los aires de “Raíces profundas” a los de “Temblores” con una prodigiosa armonía formal, y pasa de una escena íntima llena de humor y ternura a una espectacular y llena de arácnidos monstruosos sin romper las reglas del juego. En la segunda entrega (que, significativamente, enumera los episodios a partir de la cuenta iniciada en la primera temporada) la gran novedad es cómo lleva aún más lejos su conjugación entre personalidad propia y heredada. Continúa siendo la “The Mandalorian” que hace resonar “Star Wars” en su acepción más clásica, reivindicando viejos secundarios de la saga y homenajeando a los fans de las series de animación. Pero al mismo tiempo, con su hábil introducción de nuevos personajes, se erige en la perfecta síntesis de aquel género fantástico que hace de la convivencia entre géneros su principal rasgo de identidad. Una vez más, uno de los aspectos más conseguidos de la historia es la relación entre el mercenario del título y el Baby Yoda: conscientes de que el efecto sorpresa y el tono iniciático ya han perdido terreno, la convierten en una muy emotiva sinfonía de complicidades y absurdos cotidianos que incitan a la sonrisa cada vez que se producen.

Con la excepción de la maravillosa “Rogue One” y la injustamente infravalorada “Han Solo”, uno de los problemas fundamentales de las nuevas formulaciones de “Star Wars” es esta tensión permanente entre evocar el pasado y pensar el futuro. “The Mandalorian” demuestra que no hay que depender en exceso del pasado para hacer un producto proyectado hacia el futuro. Es una serie capaz de hacer episodios casi sin diálogo, de exprimir un personaje que no se quita el casco y de recordarnos por qué “Star Wars” es clave para entender el amor por la narrativa audiovisual. El mérito es compartido entre el creador de la serie, Jon Favreau, su magnífica nómina de directores, un reparto que lo da todo por la causa (atención a las apariciones, a menudo breves pero intensas, de rostros populares a lo largo de la segunda temporada) y el gran trabajo del compositor Ludwig Göransson, que renueva el lenguaje musical de la saga sin perder de vista las lecciones de sus antecesores.
