Pete Davidson es la nueva Lena Dunham: joven, de Nueva York, divertido, con una mente torturada y lleno de talento que pone al servicio de su autodestrucción. No es de extrañar que, a la hora de emparejarse con un director para que le filme un guion confesional, escoja el nombre de Judd Apatow. Al fin y al cabo, es él quien puso orden –en este caso como productor– en el torrente creativo de Dunham en la serie ‘Girls’. Ahora bien, si aquella ficción pululaba por los cafés más hipsters del barrio de Williamsburg, Davidson y su tropa se arrastran por Staten Island, el más anodino de los cinco boroughs de Nueva York. Aquel donde se vive cuando no puedes pagarte una madriguera en Manhattan o Brooklyn. O aquel del que los turistas solo conocen la terminal de ferrys, porque el viaje es gratuito, así que la costumbre dicta que, en cuanto llegas, coges el de vuelta para seguir haciéndote selfies.

En este barrio deprimido y deprimente, Davidson pone en marcha una autoficción y explica la historia de un tal Scott: un huérfano que pierde a su padre bombero, en un incendio, cuando él todavía es muy pequeño. No se menciona el 11-S, pero los atentados del 2001 le costaron la vida al padre de Pete Davidson que se llamaba… Scott. El homenaje no podía ser más explícito y las autorreferencias, también. A partir de aquí, la película es el viaje hacia la edad adulta de un chaval con pocas oportunidades y, aparentemente, escasos talentos. Quiere ser tatuador pero todavía, de vez en cuando, hace destrozos.
La aparición de una figura paterna –el primer novio de la madre, después de quedarse viuda– abrirá un montón de conflictos, algunos de ellos freudianos. Y provocará que Scott pueda empezar a desmitificar el recuerdo de su padre. Entre tanto, el chaval comprende que sus amigos –con quienes fundamentalmente se droga y mata el tiempo– ya no lo pueden acompañar más: es necesario que empiece a labrarse un futuro. Toma conciencia de que no tiene oficio ni beneficio y de que su idea de montar un salón de tatuajes-restaurante quizás, solo quizás, no es muy buena idea. Y está también la dimensión amorosa, con un planteamiento muy clásico: una novia cariñosa e íntegra a quién él es incapaz de ofrecer el más mínimo compromiso, más por inmadurez que por maldad.

¿Qué papel juega Staten Island, en todo esto? Pues como símbolo del embarramiento vital. Las cosas nunca cambian en el barrio, condenado a ser una ciudad dormitorio. De hecho, la única que cree en su futuro es la novia del protagonista, hasta el punto de que sueña trabajar como urbanista de la ciudad para transformar las cosas. Porque, aunque Staten Island sea administrativamente Nueva York, en el film se insiste mucho en su carácter de realidad al margen. El típico skyline de la ciudad aparece en un par de ocasiones, siempre lejano. Y cuando Scott visita Manhattan, solo lo vemos –con todos los guiris– en medio del caos de Times Square, empequeñecido.
Todos estos conflictos se sirven con el clásico envoltorio Apatow, repletos de chistes escatológicos o con humor negro. ‘El rey del barrio’ es una película muy dialogada y donde se nota que se ha dejado espacio para que los intérpretes se puedan explayar. No estamos lejos del territorio Cassavetes: mejor tener material y ya descartaremos en la sala de montaje. Y hay esta visión agridulce del paso de la adolescencia a la madurez, que también estaba presente en cintas como ‘Virgen a los 40’. Pero con una diferencia muy relevante. Si el protagonista de aquel film era entrañable y solo era un poco rarito por no haber mantenido relaciones sexuales, el protagonista de ‘El rey del barrio’ es mucho más extremo, ya que sufre un trastorno mental. Y, por lo tanto, sus excentricidades tienen un punto cómico, pero también profundamente doloroso, porque queda muy claro desde el primer momento que es un personaje que sufre. Y que es lo suficientemente consciente como para entender que algunos engranajes no le giran como la sociedad espera de él, pero no lo bastante fuerte como para enderezarlos.

En la escena inicial, por ejemplo, el protagonista coquetea con el suicidio y el deseo de consumarlo está latente en buena parte del metraje. Y el Davidson real, efectivamente, intentó matarse cuando era adolescente, de forma que por mucho que las escenas sean extremas y pases por el filtro de la comedia, es imposible desligar persona y personaje. Esto hace que ver el film sea especialmente intenso, porque no todo es impostura. Y, al final, hace un par de años se volvió a temer por la vida de este cómico, cuando rompió con Ariadna Grande, después de un romance muy sonado y lleno de presión mediática.
Si a esta densidad emocional añadimos unos secundarios de lujo, como Marisa Tomei en el papel de madre sobrepasada o Steve Buscemi –exbombero en la vida real– interpretando la figura de sutil ángel de la guarda, el resultado es la mejor película de Apatow desde ‘Funny people’. Y una manera de descubrir la complejidad de Pete Davidson, más allá de sus alocadas intervenciones en el mítico ‘Saturday Night Live’.

