La segunda temporada de la serie de Amazon sube el tono y consolida a Homelander como uno de los grandes personajes de la televisión moderna
“The Boys”, una de las producciones más ambiciosas de Amazon, fue uno de los mejores estrenos del año pasado por muchos motivos. El primero, porque en estos tiempos de regresión era muy agradecido encontrarse con un producto que hacía bandera de la incorrección política. Esta es una serie irreverente y deslenguada que no se disculpa por serlo, llena de dardos envenenados contra los mesianismos y la entronización de símbolos sin cuestionártelos, contra la tendencia colectiva a aferrarse a los bálsamos sin preguntarnos si tienen contrapartidas. Después hay su salvaje subversión del relato de superhéroes, presentándolos cómo seres de doble moral que dicen salvarnos públicamente pero son repugnantes en la esfera privada, en una metáfora del poder (y de nuestra permisividad con él) que va mucho más allá de la moda de los uniformes. También hay una sangrienta crítica de la industria que exprime a estos personajes y los vacía de significado, volviéndonos feligreses de intereses puramente comerciales. Y no podemos olvidar su violencia hiperbólica y la ácida mirada a los medios de comunicación. En definitiva, “The Boys” ha sabido convertirse en la perfecta sátira de la América de Trump, y al mismo tiempo en una apelación al espíritu crítico de la cultura popular.

Estamos acostumbrados a que nos vendan que una segunda temporada (como las secuelas cinematográficas) nos ofrecerá más y mejor. Pero es que efectivamente este es uno de los extraños casos en que una segunda temporada nos da más y mejor. La nueva entrega de “The Boys” persiste en el arco narrativo iniciado en la primera (esto es, la cruzada casi suicida de un grupo de humanos marginales para demostrarle al mundo que los superhéroes son un fraude) sin moverse ni un milímetro de su registro formal, preservando la coherencia del tono e incluso aportando nuevos frentes que añaden interés al conjunto de la serie. Un buen ejemplo es el personaje de Stormfront y el discurso, ya apuntado en la primera temporada, sobre el papel que se pretende otorgar a la mujer en la sociedad del espectáculo: su denuncia de la toxicidad masculina, la fiscalización, la cosificación y el maltrato psicológico es una de las más contundentes que se han mostrado en una serie actual. Continúa, también, aportando un buen puñado de detalles perversos (todo el que tiene que ver con la familia de Butcher), gags impagables (The Deep, de nuevo una fuente inagotable de situaciones hilarantes) y la sensación de que cualquier cosa es posible. Pero el que acaba justificando la sola existencia de la serie es Homelander: este memorable personaje, síntesis del relato y su mala leche, hace que desees en todo momento que vuelva a aparecer. Te asusta (mucho), te desarma y te divierte en idéntica proporción. Y es mérito tanto de los guionistas, que son perfectamente conscientes de su potencial, como del actor que lo interpreta, Antony Starr.
